La nueva generación "tolerante"
Vivimos en una sociedad que evoluciona, como la raíz de la palabra propiamente indica. Algo de carácter social implica interacción entre los individuos que lo componen y el mero hecho de que exitsta esa interacción provoca cambios en el conjunto.
Si bien es cierto que desde las primeras civilizaciones estos cambios han estado presentes, en mayor o menor medida, es evidente que ha resultado tratarse de una evolución exponencial que se ha incrementado enormemente en las últimas décadas. Este fenómeno es fácilmente comprensible para cualquier persona que entienda medianamente bien el concepto "progreso". Dicho esto, todos podemos comprobar que las sociedades han experimentado un estallido durante los últimos cincuenta años. También es evidente que el principal factor que lo ha impulsado ha sido el gran avance técnico y tecnológico, que ha introducido los aparatos digitales, el uso de las redes sociales y ha abierto una casi infranqueable brecha entre las generaciones de abuelos y nietos.
No entraré en materia en cuanto a la ya bien conocida polémica que despiertan las redes sociales; sus peligros frente a sus ventajas, pero sí considero importante destacar el papel que han desarrollado durante estos últimos años. Las plataformas de Internet cuya utilidad se ha trafulcado inconscientemente, me atrevería a decir. Han servido a modo de manifestación de ideas, planteamiento de debates o declaración de intereses, pero todo ello ha tendido al extremo del descontrol. Actualmente, no es posible establecer una frontera entre lo privado y lo público en cuanto a Internet respecta. El abuso de las redes sociales nos ha llevado a una casi completa exposición mediática, tanto de emisión como de recepción de información. Información que ya somos prácticamente incapaces de archivar y, mucho más importante, de filtrar.
De la misma manera, las plataformas han servido para protestar ante estereotipos o injusticias de la sociedad. Y este es el tema principal sobre el que hoy me gustaría escribir.
Hace tiempo leí un artículo que exponía la nueva campaña publicitaria de una tienda de ropa interior para mujeres de tallas grandes, alegando fabricar ropa para mujeres "reales". Tildaban por tanto al resto -y a la sociedad- de intolerante e irrealista. Criticaban los anuncios con modelos esqueléticas, que no representaban los cuerpos "reales" de las mujeres. En su momento me alegró aquella campaña, me alegré de ver que una marca por fin había materializado el descontento que yo tantas veces experimentaba al respecto. Sin embargo, más tarde apareció la contraprotesta. Comencé a ver en las redes sociales disconformidad ante la afirmación subyacente bajo aquella campaña: las mujeres delgadas no son "reales". Y entonces me di cuenta de que tales protestas tenían mucha razón. Me di cuenta de que, lo que en un principio me pareció bien, no lo estaba tanto. Las mujeres de talla 36 son igual de reales que las de la talla 50. Y esta reflexión me llevó más allá. Extendí esta especie de reivindicación afectada a otros campos que han despertado cierta discusión últimamente: el color de piel, la lucha contra la discriminación referente a la orientación sexual, o la simple diferencia entre ambos sexos. En cuanto al primero de los temas, me parece tan arcaico que considero totalmente innecesaria su discusión. Sin embargo, resulta triste comprobar cómo aún mucha gente lo pone en duda. El segundo y tercer tema son algo igualmente primitivo que debería tratarse como una cuestión puramente biológica y, lo que a más gente le cuesta aceptar, personal. En cambio, parecemos harbernos quedado estancados en un pasado de costumbres y tradición que, para mí, ya huele a rancio. Y seguimos empeñados en dibujar líneas abstractas entre hombres y mujeres. Cosas tan absurdas y superficiales como la ropa, el peinado, el cuerpo o el maquillaje. Pero estamos condenados: si en 20.000 años hemos sido incapaces -generalizando- de, como la "especie más evolucionada" que tanto nos gusta llamarnos, anteponer la calidad personal a la apariencia, no cabe esperar que lo hagamos ahora. Está también la cuestión religiosa, y no entraré en detalles, si no que me referiré simplemente a ateos y creyentes.
Es evidente que estas diferencias existen y es evidente que tenemos que aceptarlas. He ahí el problema. Todas estas diferencias han existido siempre, aunque se han desarrollado en extensión y complejidad, porque les hemos dado la oportunidad. Y eso es maravilloso; eso es riqueza. Pero la reflexión que a mí se me ha planteado ha sido si la generación a la que le ha tocado asimilar tal desarrollo ha sabido enfocarlo del modo correcto. En mi opinión, no ha sido así. Esta es la nueva generación "tolerante"; la nuestra. Una generación a la que todos los cambios la han asaltado por la espalda, de mala manera y rápidamente; que no estaba lista para digerir lo que le ha tocado vivir.
De alguna manera se ha visto forzada a incorporar a su lista de valores uno por desgracia no muy extendido a lo largo de la historia de la humanidad: la tolerancia. Y que, por ese motivo, no hemos sabido encauzar de la manera adecuada. Me parece absurdo, incoherente y paradójicamente intolerante el esfuerzo que tantos se toman para protestar contra lo que consideran injusticias sociales. Por supuesto, no me refiero a las luchas reales que se desarrolan con fundamento y acción, sino a las incongruencias de las redes que extienden reproches y críticas a diestro y siniestro. Esto no es más que un desatinado intento de defender ideales aislados que no representan el verdadero significado del respeto, la comprensión y la flexibilidad. Me remito al ejemplo de la campaña publicitaria: la primera amparando a las mujeres de tallas grandes; la segunda al resto. Y así con tantas otras cosas. De modo que este intento de igualdad se ha convertido en una lucha irracional, y por tanto inútil, que consiste en una oleada de "justicia" por una de las partes y el rebatimiento de la otra, olvidándose ambas del total. La tolerancia consiste en una lucha de ambos bandos, unidos, para conseguir un objetivo común. Y tal objetivo ha de ser la erradicación de las etiquetas que aún nos empeñamos en colgar a todo el mundo. Porque, aunque nos parezca lo contrario, seguimos marcando líneas. El principal problema reside precisamente en que hagamos tan patentes las diferencias. ¿Modelos de 45 o de 90 kilos?, ambos y sin potenciar ninguno de los bandos. ¿Sexualidad? ¿Qué más da? Y la religión o la no religión, ¿a quién le importa, siempre que haya respeto? Dejémonos ya de clasificaciones estúpidas e hipócritas pretensiones, porque quienes de verdad respetan, lo hacen por convicción. A los demás, hay que abrirles los ojos con hechos y argumentos fundados. Basta de aspavientos, que en mi opinión tienen un matíz de autocomplacencia, creyendo que buscamos igualdad, que hacemos algo bueno. Dejémonos de idealismos y parcialidades, de fronteras absurdas y petulantes. La tibieza ante esta clase de injusticias -dignas de mentes necias, a mi parecer- es el método más efectivo, que además muestra desinterés personal. Limitémonos a vivir nuestras vidas, pretendiendo cambiar el mundo desde la impasibilidad. A los ignorantes, se les puede enseñar; a los necios, suele ser más complicado.
Defender la validez equivalente de todas las variables: eso es tolerancia.
My Beloved Pages - Paula López
Si bien es cierto que desde las primeras civilizaciones estos cambios han estado presentes, en mayor o menor medida, es evidente que ha resultado tratarse de una evolución exponencial que se ha incrementado enormemente en las últimas décadas. Este fenómeno es fácilmente comprensible para cualquier persona que entienda medianamente bien el concepto "progreso". Dicho esto, todos podemos comprobar que las sociedades han experimentado un estallido durante los últimos cincuenta años. También es evidente que el principal factor que lo ha impulsado ha sido el gran avance técnico y tecnológico, que ha introducido los aparatos digitales, el uso de las redes sociales y ha abierto una casi infranqueable brecha entre las generaciones de abuelos y nietos.
No entraré en materia en cuanto a la ya bien conocida polémica que despiertan las redes sociales; sus peligros frente a sus ventajas, pero sí considero importante destacar el papel que han desarrollado durante estos últimos años. Las plataformas de Internet cuya utilidad se ha trafulcado inconscientemente, me atrevería a decir. Han servido a modo de manifestación de ideas, planteamiento de debates o declaración de intereses, pero todo ello ha tendido al extremo del descontrol. Actualmente, no es posible establecer una frontera entre lo privado y lo público en cuanto a Internet respecta. El abuso de las redes sociales nos ha llevado a una casi completa exposición mediática, tanto de emisión como de recepción de información. Información que ya somos prácticamente incapaces de archivar y, mucho más importante, de filtrar.
De la misma manera, las plataformas han servido para protestar ante estereotipos o injusticias de la sociedad. Y este es el tema principal sobre el que hoy me gustaría escribir.
Hace tiempo leí un artículo que exponía la nueva campaña publicitaria de una tienda de ropa interior para mujeres de tallas grandes, alegando fabricar ropa para mujeres "reales". Tildaban por tanto al resto -y a la sociedad- de intolerante e irrealista. Criticaban los anuncios con modelos esqueléticas, que no representaban los cuerpos "reales" de las mujeres. En su momento me alegró aquella campaña, me alegré de ver que una marca por fin había materializado el descontento que yo tantas veces experimentaba al respecto. Sin embargo, más tarde apareció la contraprotesta. Comencé a ver en las redes sociales disconformidad ante la afirmación subyacente bajo aquella campaña: las mujeres delgadas no son "reales". Y entonces me di cuenta de que tales protestas tenían mucha razón. Me di cuenta de que, lo que en un principio me pareció bien, no lo estaba tanto. Las mujeres de talla 36 son igual de reales que las de la talla 50. Y esta reflexión me llevó más allá. Extendí esta especie de reivindicación afectada a otros campos que han despertado cierta discusión últimamente: el color de piel, la lucha contra la discriminación referente a la orientación sexual, o la simple diferencia entre ambos sexos. En cuanto al primero de los temas, me parece tan arcaico que considero totalmente innecesaria su discusión. Sin embargo, resulta triste comprobar cómo aún mucha gente lo pone en duda. El segundo y tercer tema son algo igualmente primitivo que debería tratarse como una cuestión puramente biológica y, lo que a más gente le cuesta aceptar, personal. En cambio, parecemos harbernos quedado estancados en un pasado de costumbres y tradición que, para mí, ya huele a rancio. Y seguimos empeñados en dibujar líneas abstractas entre hombres y mujeres. Cosas tan absurdas y superficiales como la ropa, el peinado, el cuerpo o el maquillaje. Pero estamos condenados: si en 20.000 años hemos sido incapaces -generalizando- de, como la "especie más evolucionada" que tanto nos gusta llamarnos, anteponer la calidad personal a la apariencia, no cabe esperar que lo hagamos ahora. Está también la cuestión religiosa, y no entraré en detalles, si no que me referiré simplemente a ateos y creyentes.
Es evidente que estas diferencias existen y es evidente que tenemos que aceptarlas. He ahí el problema. Todas estas diferencias han existido siempre, aunque se han desarrollado en extensión y complejidad, porque les hemos dado la oportunidad. Y eso es maravilloso; eso es riqueza. Pero la reflexión que a mí se me ha planteado ha sido si la generación a la que le ha tocado asimilar tal desarrollo ha sabido enfocarlo del modo correcto. En mi opinión, no ha sido así. Esta es la nueva generación "tolerante"; la nuestra. Una generación a la que todos los cambios la han asaltado por la espalda, de mala manera y rápidamente; que no estaba lista para digerir lo que le ha tocado vivir.
De alguna manera se ha visto forzada a incorporar a su lista de valores uno por desgracia no muy extendido a lo largo de la historia de la humanidad: la tolerancia. Y que, por ese motivo, no hemos sabido encauzar de la manera adecuada. Me parece absurdo, incoherente y paradójicamente intolerante el esfuerzo que tantos se toman para protestar contra lo que consideran injusticias sociales. Por supuesto, no me refiero a las luchas reales que se desarrolan con fundamento y acción, sino a las incongruencias de las redes que extienden reproches y críticas a diestro y siniestro. Esto no es más que un desatinado intento de defender ideales aislados que no representan el verdadero significado del respeto, la comprensión y la flexibilidad. Me remito al ejemplo de la campaña publicitaria: la primera amparando a las mujeres de tallas grandes; la segunda al resto. Y así con tantas otras cosas. De modo que este intento de igualdad se ha convertido en una lucha irracional, y por tanto inútil, que consiste en una oleada de "justicia" por una de las partes y el rebatimiento de la otra, olvidándose ambas del total. La tolerancia consiste en una lucha de ambos bandos, unidos, para conseguir un objetivo común. Y tal objetivo ha de ser la erradicación de las etiquetas que aún nos empeñamos en colgar a todo el mundo. Porque, aunque nos parezca lo contrario, seguimos marcando líneas. El principal problema reside precisamente en que hagamos tan patentes las diferencias. ¿Modelos de 45 o de 90 kilos?, ambos y sin potenciar ninguno de los bandos. ¿Sexualidad? ¿Qué más da? Y la religión o la no religión, ¿a quién le importa, siempre que haya respeto? Dejémonos ya de clasificaciones estúpidas e hipócritas pretensiones, porque quienes de verdad respetan, lo hacen por convicción. A los demás, hay que abrirles los ojos con hechos y argumentos fundados. Basta de aspavientos, que en mi opinión tienen un matíz de autocomplacencia, creyendo que buscamos igualdad, que hacemos algo bueno. Dejémonos de idealismos y parcialidades, de fronteras absurdas y petulantes. La tibieza ante esta clase de injusticias -dignas de mentes necias, a mi parecer- es el método más efectivo, que además muestra desinterés personal. Limitémonos a vivir nuestras vidas, pretendiendo cambiar el mundo desde la impasibilidad. A los ignorantes, se les puede enseñar; a los necios, suele ser más complicado.
Defender la validez equivalente de todas las variables: eso es tolerancia.
My Beloved Pages - Paula López
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